Dos de las celebraciones más importantes de
México se realizan en el mes de noviembre. Según el calendario católico, el día
primero está dedicado a Todos los Santos y el día dos a los Fieles Difuntos. En
estas dos fechas se llevan a cabo los rituales para rendir culto a los
antepasados.
Es el tiempo en que las almas de los parientes
fallecidos regresan a casa para convivir con los familiares vivos y para
nutrirse de la esencia del alimento que se les ofrece en los altares
domésticos.
La celebración del Día de Muertos, como se le
conoce popularmente, se practica a todo lo largo de la República Mexicana. En
ella participan tanto las comunidades indígenas, como los grupos mestizos,
urbanos y campesinos.
El ritual de Día de Muertos conlleva una enorme
trascendencia popular, su celebración comprende muy diversos aspectos, desde los
filosóficos hasta los materiales.
La celebración de Todos los Santos y Fieles
Difuntos, se ha mezclado con la conmemoración del día de muertos que los
indígenas festejan desde los tiempos prehispánicos. Los antiguos mexicanos, o
mexicas, mixtecas, texcocanos, zapotecas, tlaxcaltecas, totonacas y otros
pueblos originarios de nuestro país, trasladaron la veneración de sus muertos al
calendario cristiano.
Antes de la llegada de los españoles, dicha
celebración se realizaba en el mes de agosto y coincidía con el final del ciclo
agrícola del maíz, calabaza, garbanzo y frijol. Los productos cosechados de la
tierra eran parte de la ofrenda.
Los Fieles Difuntos, en la tradición occidental
es, y ha sido un acto de luto y oración para que descansen en paz los muertos. Y
al ser tocada esta fecha por la tradición indígena se ha convertido en fiesta,
en carnaval de olores, gustos y amores en el que los vivos y los muertos
conviven, se tocan en la remembranza.
El Día de Muertos, como culto popular, es un acto
que lo mismo nos lleva al recogimiento que a la oración o a la fiesta; sobre
todo esta última en la que la muerte y los muertos deambulan y hacen sentir su
presencia cálida entre los vivos. Con nuestros muertos también llega su majestad
la Muerte; baja a la tierra y convive con los mexicanos y con las muchas
culturas indígenas que hay en nuestra República. Su majestad la Muerte, es tan
simple, tan llana y tan etérea que sus huesos y su sonrisa están en nuestro
regazo, altar y galería.
Hoy también vemos que el país y su gente se
visten de muchos colores para venerar la muerte: el amarillo de la flor de
cempasúchil, el blanco del alhelí, el rojo de la flor afelpada llamada pata de
león... Es el reflejo del sincretismo de dos culturas: la indígena y la hispana,
que se impregnan y crean un nuevo lenguaje y una escenografía de la muerte y de
los muertos.
Hay que decir que nuestras celebraciones tienen
arraigo y recorren los caminos del campo y la ciudad. Oaxaca, con sus miles de
indígenas, es ejemplo claro del culto, gustos culinarios, frutas y sahumerios;
los muertos regresan a casa.
En estas fechas se celebra el ritual que reúne a
los vivos con sus parientes, los que murieron. Es el tiempo trascendental en que
las almas de los muertos tienen permiso para regresar al mundo de los vivos.
La ofrenda que se presenta los días primero y dos
de noviembre constituye un homenaje a un visitante distinguido, pues el pueblo
cree sinceramente que el difunto a quien se dedica habrá de venir de ultratumba
a disfrutarla. Se compone, entre otras cosas, del típico pan de muerto, calabaza
en tacha y platillos de la culinaria mexicana que en vida fueron de la
preferencia del difunto. Para hacerla más grata se emplean también ornatos como
las flores, papel picado, velas amarillas, calaveras de azúcar, los sahumadores
en los que se quema el copal .
Entre los antiguos pueblos nahuas, después de la
muerte, el alma viajaba a otros lugares para seguir viviendo. Por ello es que
los enterramientos se hacían a veces con las herramientas y vasijas que los
difuntos utilizaban en vida, y, según su posición social y política, se les
enterraba con sus acompañantes, que podían ser una o varias personas o un perro.
El más allá para estas culturas, era trascender la vida para estar en el espacio
divinizado, el que habitaban los dioses.
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